Mátalas, con una sobredosis de ternura

No lo había podido haber sacado de la cabeza. Apenas cualquier detalle, cualquier silencio y cualquier ruido le eran insoportables.
Abrió el periódico por la mañana, rutina clásica que le trajo otro recuerdo, después de varias páginas se encontró con el obituario. Había muerto.
Había muerto. Había muerto hace dos días. Salió de la cama, se bañó, y se miró al espejo, encontró a otra mujer. Se pusó un vestido negro entallado, medias de red, y una pamela que le cubría el pelo y la cara, tal y como le hubiera gustado verla.
Al llegar al cementerio, el día olía a gris, las tumbas todas del mismo tamaño y con la misma figura le recordaron los días monótonos que había llevado durante dos años, no había salido el Sol,
Reconoció caras, reconoció amigos, pero nadie logró indentificarle.
Llevaba un bolsón en la mano, al terminar el entierro, lo dejó junto a su tumba: sus libros, sus discos, su risa y su llanto. Dió media vuelta y se fue, volvería cada año.
Había muerto, y con el cuerpo había enterrado todo.
Y como diría Mecano: El 7 de septiembre sería su aniversario.