La falda le llegaba un poco más arriba de la rodilla.
Sus zapatos median exactamente once centímetros de tacón.
Las medias de red tenían un hoyo en la pantorrilla derecha.
El escote de su camiseta negra mostraba un sujetador rojo con encaje.
Sentada frente al parque, lloraba. Lloraba sola, con las manos en la cara, y el rimmel corriendo por sus mejillas.
Nadie se detenía a consolarla, eran las once de la noche, y era un elemento más del paisaje de la ciudad.
Se levantó secándose la cara y caminó por la avenida. Sacó un espejo, y volvió a pintarse las pestañas. Estaba lista.
Llegó a su semáforo. Se recargó sacando el pecho, y cruzó la pierna de manera que se tensaran sus músculos.
Paró un coche, y se subió en él.
Quizá esta vez no tendría que llorar.
Quizá esta vez no le pegarían.