DE PAREJAS NORMALES.

-Flaquita ven a la cama que tengo ganas de hacerte el amor.



Acostado del lado de su cama y con su lámpara apagada, su voz sonaba débil, arrastrada y muy cansada.
Laura trabajaba. Sentada en el sofá, que tenían al lado de la ventana, consultaba tres libros sobre fotografía y trataba de decidirse a quién pondría en portada para el mes de julio.
 No queria hacer el amor.



En el cuarto blanco, frío y mínimo, que habían escogido los dos, se veían poco. Ella pasaba horas en la oficina, tenía que redactar artículos, terminar una sesión de fotos o escoger los contenidos de la revista, en cambio él pasaba horas investigando y leyendo, terminando su libro y a veces se paseaba por su oficina.
Laura no quería quedar embarazada.



Pero los métodos anticonceptivos ya les quedaban cortos, y la diferencia de edad, aunque no muy notable, ya les pesaba. Apenas y se veían en algún café, o comían juntos, hablaban de lo habitual y de lo cotidiano. Habían dejado de lado, esas platicas interesantes y constructivas de cuando se habían conocido.



Inmersa en la tipografía que usaría para el test: ¿Sabes exitar a tu pareja?, cerró los libros y se dirigió a la cama. Los pantalones holgados, la camiseta de manga larga y los calcetines, no ayudarían en la monotonía del contexto.



Sucedió fugaz, técnico y textual. Al pie de la letra: Tú me quitas la camisa. Yo te ayudo a desabrocharte. Toca aqui. Muy bien. Toca de este lado. No, espera todavía no llego.
Definitivamente no le hizo el amor. Sexo puro. Acabaron.



Laura se vistió olvidando los pantalones holgados. Seguía siendo guapa sin maquillaje y con el pelo desaliñado. Volvió al sillón. Tenía la cabeza perfecta para el artículo central: "Las nuevas relaciones perfectas: Adiós a la monogamia."


"Ich Liebe Dich"

Encadenada a una silla de ruedas, no podía caminar. Llevaba ya diez años aferrada a piezas de metal, y su piel olía oxidada, aún así su apariencia era impecable. Llevaba un traje tweed en tonos rosas, un collar con tres líneas de perlas y los aretes a juego. En las manos dos anillos: la argolla de casada, y un pequeño zafiro montado en oro. Realmente imponía, se veía espectacular. Una dama.
Denotaba al contexto de su realidad, hombres amarrados a batas blancas que gritaban y balbuceaban, se daban golpes contra las paredes, se oían llantos agudos e impacientes. 
El jardín ya no era un lugar de juego, si no el límite de su cárcel. Un lugar espelusnante para una mujer como ella.
No era mi primera visita al hospital siquiátrico, tenía que cumplir con 400 horas para obtener mi título. Servicio Social.
"Volvió señorita", me dijo al verme la señora Bernadette. Su mirada era fría, distante, su tono gris, oscuro, una voz fuerte y demandante. Le calculaba unos ochenta años, las arrugas de sus manos dictaban una larga vida, y me impresionó el solo hecho de que me reconociera. "¿Ha encontrado las cartas de Blaz?". Insistía que su marido, 23 años mayor que ella, había servido al ejército nazi, y que yo tenía que encontrar cartas, con un contenido de información secreta sobre estrategias de guerra. Suspiré hondo, sentí pena por ella.
Las edades no cuadraban, ni siquiera las fechas ni lugares, los papeles del hospital sostenían que era inmigrante chilena, aunque no tenía el acento, que no había estado casada, y que presentaba un cuadro de demencia senil. Sus mentiras habían transtornado se cabeza hasta crear una realidad alterna, había creado una muralla de protección contra el mugroso hospital y sus integrantes.
"Su mirada me dice muchas cosas, se ve que no ha buscado las cartas, y también le puedo decir que no cree lo que le digo", volteó la cabeza hacia los dormitorios, "lléveme a mi cuarto, tengo algo que mostrarle", empujé su silla de ruedas, un poco por darle gusto más que por convicción.
Su cuarto era claro, tenía una cama baja, un sillón y un tocadiscos, fotografías en una mesita, y dos burós a cada lado de la cama. Me pidió que abriera con cuidado el segundo cajón de su buró y sacara el joyero que estaba escondido hasta atrás. 
Así lo hice, sintiéndome cómplice de un espionaje y entrando en su juego. Le acerqué la caja. "Quizás este demente, quizá los doctores quieren que esté demente. Usted, tiene que creerme".
Sentí lástima por la mujer, vestida con un lujoso traje de Chanel, sin ninguna visita al día, y pasando sus tardes hablando conmigo, una simple estudiante de psicología.
Sin decir nada abrió la caja, sacó collares y pulseras revueltos y los dejó sobre la cama. Estiró la caja hacia mi lugar.
No tuve palabras. Mi impresión durmió mi lengua, y mis ojos no parpadeaban. Tenía entre mis manos una banda con la swastika, parte del uniforme del ejército alemán, se veía vieja y desgastada, además de sucia.

Sigue Igual

Estuve a treinta centímetros de morir hace unos días. Y quizá me hubiera gustado haberlo hecho.
Hace una semana que me levanto con ganas, hubiera preferido perder la memoria y empezar de cero, en vez de tener un collarín que me va a durar un mes, pero en realidad la vida sigue, la historia sigue metida entre mis venas, las cosas dichas y las cosas no dichas, los errores y también los aciertos, mis amigos y mi familia: todo sigue igual.
¿Todo sigue igual?
Si todo sigue igual, aunque ya no lea, ni cante, aunque ya no sonría, ni me arregle, ni hable, ni baile, todo sigue igual. Bueno es cierto además ya no grito, ni escribo, ni me rio, ni salgo, ya no me maquillo, ya no camino, claro y tampoco sonrío (es cierto, eso ya lo dije antes).
Pero de verdad que todo sigue igual.